La pesadilla de una sociedad sumisa y controlada a través de los perversos mecanismos de la publicidad . Esa es la distopía que plantea John Carpenter en «Están vivos». El director ya nos había mostrado la cara amarga de las grandes ciudades a finales de los años setenta. La violencia y la incomunicación en Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976), el acoso, el vouyerismo y la violencia psicológica en el escenario de un opresivo rascacielos en Alguien me está espiando (1978) o la visión de la metrópoli como una gran cárcel amurallada en 1997: Rescate en Nueva York (1981). En esta ocasión, y en el contexto de una película de ciencia-ficción, Carpenter dirige de nuevo una crítica despiadada a la sociedad de consumo en el que ningún elemento resulta gratuito.
Bajo el pretexto de unas gafas que permiten desnudar la realidad cotidiana, nos muestra una ciudad que va saturando el espacio público mediante imposiciones camufladas. Aparece una ciudad textual y perversa, repleta de mensajes cifrados en el que los edificios han pasado a ser un mero soporte publicitario. Nada es lo que parece, nada es casual. Todo responde a una disposición precisa y calculada para impactar en el inconsciente y construir un imaginario del deseo. El espacio público, un espacio refinadamente disciplinario, de ese modo deja de ser un lugar de libertad para ser un espacio de control, aleccionamiento y disciplina. Deja de ser un lugar de lo real para proponer un escenario para la ficción y el simulacro, en el que nada es lo que parece. Y esa virtualidad, sin embargo, resulta dolorosamente contemporánea.